Colonización cultural y cambio político

Por Pablo Torche

Acaba de terminar la Feria del Libro de Santiago, y quizás su momento más alto fue su inauguración, cuando el Presidente de Ecuador, Rafael Correa, pronunció las siguientes palabras: “Creemos que recuperar nuestra potencia cultural, nuestra capacidad de pensar y crear, es tal vez lo más importante en los procesos de liberación. La dominación cultural ha sido uno de los instrumentos más poderosos de sometimiento y subordinación, ha sido la voz presente y silenciosa del imperialismo. Por eso nuestra verdadera independencia pasa necesariamente por la descolonización del pensamiento y por recuperar la capacidad de los creadores de nuestros pueblos. Ferias como esta nos permite avanzar en este proceso de liberación”.

No puedo suscribir con más convicción esta síntesis potente, que captura en un par de frases la relación raramente expresada —mucho menos por un político—, entre desarrollo cultural y transformación política profunda. En efecto, el desafío de Chile (y quizás de buena parte de Latinoamérica), para convertirse en un país realmente desarrollado es mucho menos un asunto económico que cultural. Se habla mucho de modernizar los procesos productivos, reducir la dependencia de las materias primas y promover la manufactura, pero casi nadie repara en el desarrollo cultural, que está mucho más atrasado, es mucho más dependiente del extranjero, y se encuentra más “colonizado”, por ocupar la expresión de Correa.

Para dar un ejemplo muy concreto, hace poco se concedió el Premio Cervantes a nuestro poeta Nicanor Parra, lo que constituyó un justificado motivo de celebración nacional, y una de las pocas ocasiones en que la cultura hace su entrada en los medios masivos de comunicación. Todos preocupados de si sería el rey, o el príncipe, el que le entregaría el premio al nieto de Parra, y nadie se detuvo a reflexionar que este premio, otorgado hasta ahora en 37 ocasiones, ha recaído en 19 oportunidades en un autor español, y sólo 18 en algún autor de cualquiera de todos los países del continente latinoamericano.

Este caso flagrante de descalificación cultural, donde la tradición cultural de las “ex colonias” resulta completamente menoscabada frente a la de la “ex-metrópoli”, no es para nada una excepción, por el contrario, ocurre con mucha frecuencia. El otro premio literario que otorga España, el Reina Sofía (nótese de nuevo la filiación monárquica), otorgado este año al gran poeta y místico nicaragüense Ernesto Cardenal, ha sido recibido en 10 ocasiones por un autor español, siendo que el segundo país con más premiados cuenta sólo con dos galardonados (es Chile).

Algo muy similar ocurre con la industria editorial del continente que, desde la caída de las grandes editoriales argentinas hace un par de décadas, está completamente controlada por las trasnacionales españolas. Es desde allá que se decide en último término que se publica en Latinoamérica y, más aún, qué autores latinoamericanos tendrán el privilegio de atravesar las fronteras y ser publicados en los países vecinos.

Esta situación realmente inverosímil de colonialismo cultural, ocurre a vista y paciencia de todo el mundo, y en particular de la prensa, que se apresura a cubrir cualquier noticia, premio o novedad editorial sin gastarse siquiera un renglón en consignar el problema. La gente no sólo es indiferente al tema, sino que en muchos casos le resulta incluso molesto que se lo recuerden, lo considera problemático, incómodo, innecesario en suma.

Esta actitud, que yo calificaría de “derechismo cultural”, es la principal responsable —a mi juicio—, de que Chile tenga una capacidad realmente nula de promover, reconocer y validar su propia producción cultural. No es tanto una institucionalidad o industria precaria sino una “mente colonial”, la que nos deja completamente a merced de lo que las potencias del primer mundo consideren que vale la pena, son ellos quienes nos dicen aquello en lo que lo que debemos fijarnos, aquello que nos representa e incluso de lo que debemos sentirnos orgullosos

Por supuesto esta situación de subordinación cultural en la que nos encontramos no afecta solamente a los premios o a la industria editorial, estos son solo ejemplos, o síntomas, de una crisis más profunda. El verdadero problema se relaciona con el lugar que le otorgamos a la actividad cultural en nuestra sociedad: un lugar marginal, completamente secundario, parecido lugar donde relegamos los juguetes, que se usan para entretenerse por un rato, y que luego se guardan antes de que generen algún problema. Reducida a este rol inofensivo, la cultura se desactiva completamente, se vuelve funcional al mercado (lo verdaderamente importante), se transforma en una actividad útil para por un momento, para rellenar el tiempo libre, antes de seguir trabajando con mayor productividad.

Sometida a estas coordenadas, lo único que se valora de las obras de arte, ya sea de literatura, teatro, cine, o cualquier otra, es que sean amenas, simpáticas, chistosas, o bien que aborden ciertos temas concretos y reconocibles, que actúe como vehículo de difusión de cierta agenda de moda, “progre”. Pero de esta forma la cultura pierde su verdadero valor, su capacidad crítica, de “liberación”, como sostenía el Presidente Correa, se transforma simplemente en un espectáculo de marketing o difusión cultural.

Todo este asunto, por supuesto, está lejos de constituir un tema de preocupación nacional. Me parece que se lo considera más bien un problema suntuario, una exquisitez para minorías ilustradas o esnob, algo de lo que nos vamos a preocupar “después”, cuando lleguemos a los veinte mil dólares per cápita (lo verdaderamente importante). Yo por mi parte, y a riesgo de parecer un poco alarmista, creo que es algo muy grave. Y más aún, que pagaremos un alto precio si nos despreocupamos de ello.

Sin un desarrollo cultural sólido, y propio, no tenemos ninguna oportunidad de convertirnos en un país desarrollado, estamos condenados simplemente a implementar, de mejor o peor manera, los discursos y proyectos diseñados por otros. El ser un país desarrollado no consiste simplemente en tener más dólares per cápita, consiste en tener un sentido y un proyecto en el cual nos sintamos interpretados. De lo contrario, nos transformaremos simplemente en un hangar o maquiladora de productos para otros, cada vez más eficientes, pero sin ninguna conexión con nuestros propios intereses o deseos.

Más aún, sin un espacio autónomo de reflexión cultural no hay oportunidad de transformación política real, porque la transformación política no es simplemente cambiar u optimizar ciertas estructuras económicas, ni siquiera ciertos sistemas de representación, sino que es buscar nuevos sentidos y caminos para construirse como sociedad. La cultura debiera ser ese espacio en el que Chile busque nuevas formas de pensarse, de comprenderse y de proyectarse al futuro; formas siempre nuevas de interpretar nuestra historia, de enfrentar y negociar nuestras tensiones y propuestas sociales, y de explorar nuestras distintas subjetividades y voces.

Yo reclamo para la literatura, para la cultura en general, la posibilidad de convertirse otra vez en este “campo de batalla”. No de una “batalla” física por supuesto, ni siquiera violenta, pero sí un espacio crítico donde la sociedad debata sus sentidos y sus referentes, sus historias y experiencias. Esta es la única forma en que será posible construir un proyecto propio, que interprete a Chile, que se entronque con nuestra tradición histórica y que nos haga finalmente sentido a los chilenos. Sin este espacio de reflexión, de introspección, no hay ninguna oportunidad de propiciar un cambio político real, continuaremos simplemente siendo los ventrílocuos de discursos armados por otros, un país que avanza, pero rumbo a un desarrollo cada vez más alienado.

Es este proceso de desarrollo el que requiere Chile, tanto o más que las reformas económicas, o incluso que las reformas al sistema político. Las injusticias sociales y la crisis de representatividad no se producen simplemente a causa de una institucionalidad o estructura viciada, se inscriben de manera más profunda en una “mentalidad” dentro de la cual estas injusticias y crisis hacen sentido. Así también, las reformas necesarias sólo serán posibles, y harán sentido, cuando la sociedad se atreva a pensar por sí misma, de forma autónoma, ya no guiada por otro mayor y dominante. Y para conseguir este proceso de “liberación”, como señalaba el presidente Correa, el rol de la cultura es tanto o más importante que el de construir nuevos espacios y formas de deliberación y representación popular.

 

Publicado en El mostrador

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